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Pararaucaria y la evolución de las coníferas.

Por Ignacio H Escapa. Doctor en ciencias naturales, Universidad Nacional del Comahue. Investigador adjunto en el Museo Egidio Feruglio, Conicet. Investigador asociado, Universidad de Kansas. iescapa@mef.org.ar. Publicado originalmente en Ciencia Hoy. Volumen 26 Número 154. Adaptado para este sitio web. Imágenes ilustrativas.

Homología y convergencia evolutivas

Si bien la paleobotánica proporciona información clave sobre la evolución de todos los grupos de plantas, constituye una fuente especialmente crucial para aquellos linajes de los que no existen hoy representantes vivientes. Sin embargo, recurrir a fósiles para realizar estudios evolutivos (o filogenéticos) plantea algunas dificultades debidas tanto a las características intrínsecas de los restos fósiles como a las particularidades de las plantas.

En adición a describir e interpretar el fósil y reconstruir la planta, una perspectiva evolutiva requiere relacionar órganos, tejidos y células de plantas de diferentes especies. Esas comparaciones se fundamentan en las hipótesis de homología, por la cual se postula que las semejanzas que se advierten entre ellas provienen de descender de un ancestro común. Así, si comparamos la caña colihue (Chusquea culeou), un bambú nativo de la selva valdiviana, con la cola de caballo (Equisetum giganteum), también nativa de América, observaremos aun en primera mirada que ambas especies tienen un gran número de similitudes, por ejemplo, tallos de organización segmentada, con bien definidos nodos e internodos, es decir, sectores de los que salen las hojas y sectores sin hojas, como se aprecia en las fotografías de la página siguiente. Hay por lo menos dos maneras en que la evolución pudo haber llegado a ese resultado:

Que ambas especies desciendan de un ancestro común que poseía dicha morfología y la transmitió a las especies descendientes.

Que se haya tratado de dos procesos independientes de evolución que arribaron a una morfología similar sin tener un ancestro común. Este proceso es conocido como paralelismo evolutivo o convergencia evolutiva.

Si postuláramos un origen común, diríamos que la organización segmentada es una característica homóloga compartida por la caña colihue y la cola de caballo.

Sabemos, sin embargo, que no es así en este caso, y que estamos ante una situación de paralelismo evolutivo, por el que ambas plantas arribaron en forma independiente a una morfología similar, o a características análogas.

Las hipótesis sobre la homología o convergencia evolutiva se someten a comprobaciones mediante algoritmos especialmente diseñados para analizar la evolución, los cuales se aplican al conjunto de toda la evidencia disponible con el propósito de determinar si la verifican. La certeza de los resultados que se obtienen así se incrementa si el análisis no se hace con un único carácter sino con varios. La lógica de estos estudios es que cuanta más similitud entre especies resulte explicada por ancestros comunes, es decir, cuantas más homologías compartan dos organismos, más cercanos estarán en el árbol evolutivo de la vida en la Tierra.

Pararaucaria en los bosques jurásicos de la Patagonia

Pararaucaria patagonica es una especie fósil conocida desde hace casi un siglo, pues fue identificada hacia 1920 a partir de especímenes hallados por paleontólogos estadounidenses vinculados con el Field Museum de Chicago, entre ellos Elmer S Riggs (1869-1963), y designada con ese nombre por George R Wieland (1865-1953), de la Universidad de Yale. Dichos fósiles fueron hallados en el área de Cerro Cuadrado de la provincia de Santa Cruz que hoy es parte del Parque Nacional Bosques Petrificados, cerca de Jaramillo. Las rocas que contienen los fósiles datan del último tramo del período jurásico de la era mesozoica (aproximadamente hace 150Ma). Se encontraron asociados con los de otra especie fósil, Araucaria mirabilis. Se piensa que ambas especies habrían dominado una buena parte de los bosques americanos en la era de los dinosaurios.

Los fósiles de Pararaucaria incluyen conos ovulíferos, las estructuras que contienen las semillas, similares a las piñas de los pinos. Se los encontró petrificados y de tres dimensiones, con todas sus características morfológicas externas preservadas. Observando bajo microscopio, fue posible describir la anatomía de los conos con gran detalle y caracterizar distintos tejidos y hasta numerosos tipos de células. La también estadounidense Ruth A Stockey, de la Oregon State University, realizó y publicó la descripción detallada de la especie en la década de 1970, a pesar de lo cual pasó mucho tiempo sin que se supiera mucho de esa especie, que siguió siendo una incógnita para los paleobotánicos locales y extranjeros.

La única certeza taxonómica que se tenía hace unos cincuenta años era que pertenecía al grupo de las coníferas, pero sin seguridad sobre la familia. Antes de la aparición de las plantas con flores o angiospermas (ver en este número ‘Cuando las primaveras empezaron a tener flores. La historia evolutiva de las angiospermas patagónicas’), las coníferas (junto con otras gimnospermas) dominaban extensamente los estratos arbóreos de numerosos bosques y selvas del mundo, especialmente durante el Jurásico. Aunque fueron mucho más diversas en el pasado, las coníferas ocupan actualmente gran variedad de ambientes y abarcan 7 familias con alrededor 70 géneros y más de 600 especies. Entre ellas se destacan los pinos y cedros (familia Pinaceae), los cipreses (familia Cupressaceae), los podocarpos o mañíos (familia Podocarpaceae) y las araucarias (familia Araucariaceae). En el Jurásico vivían otras familias actualmente extinguidas, como la familia Cheirolepidaceae, a la que enseguida nos referiremos.

Nuevos conocimientos generados por grupos locales de investigación –en los que participó el autor de esta nota– sobre la paleobiología de las pararaucarias ayudaron a vislumbrar su distribución temporal y geográfica, e iluminaron especialmente la homología de las distintas partes de sus conos. Por lo último se pudo establecer la posición taxonómica del género, pues las semillas ubicadas sobre cada escama de los conos aparecen cubiertas por una fina capa de células o escamas que suele llamarse el ala de la semilla.

Por otro lado, existen muchas coníferas actuales con semillas aladas, que por eso, al desprenderse de los conos, pueden ser llevadas por el viento a distancias considerables, lo cual aumenta sus posibilidades de encontrar ambientes adecuados para multiplicarse. La comunidad científica estuvo rápidamente de acuerdo con la homología señalada.

El hallazgo de dos semillas con una única escama o ala en lugar de sendas escamas, encontradas en fósiles provenientes de la formación Cañadón Calcáreo, en la estancia Vilán, en Chubut, junto con otras características diferenciables de ellas, como el tamaño y la anatomía de algunos tejidos, llevaron a identificar una nueva especie del género, que recibió el nombre de Pararaucaria delfueyoi. Es poco frecuente encontrar dos semillas con ala única, especialmente en las coníferas, pero en el valle medio del río Chubut aparecieron muchos fósiles con esas características, lo que puso en duda la interpretación como un ala del tejido que cubría la semilla observado en los fósiles de Cerro Cuadrado.

Lo anterior sugirió realizar un nuevo examen de los ejemplares con los cuales se había descripto la especie Pararaucaria patagonica en la década de 1970, hoy parte de la colección del mencionado Field Museum (habían sido coleccionados antes de 2004, año de sanción de la ley 25.743 sobre patrimonio arqueológico y paleontológico, que establece la permanencia en el país de esa clase de materiales). El nuevo análisis, en el que participó junto con paleontólogos del Museo Feruglio de Trelew la nombrada Stockey (a la que se sumó Gar Rothwell, de la Universidad de Ohio), estableció que el tejido identificado en su momento como un ala no era tal sino una protección de las semillas.

Esto permitió salir de muchas de las incertidumbres sobre Pararaucaria, pues solo una familia de coníferas presenta todas las características observadas en el cono, incluyendo el particular tejido protector de las semillas. Es la familia extinguida Cheirolepidiaceae, cuyas características eran poco conocidas y de la que no se había encontrado ningún cono completo sino solo impresiones en rocas, por lo cual se conocían los caracteres externos de los conos pero no los internos. Con la inclusión de Pararaucaria en la familia, eso cambió y quedó considerablemente ampliado el conocimiento de ella.

Cheirolepidiaceae: el eslabón encontrado

De una manera esquemática, podemos definir tres grandes etapas en la evolución de las coníferas en el planeta: (i) su origen y evolución temprana, que acaecieron durante la era paleozoica, hasta hace unos 252Ma; (ii) los cambios acontecidos durante el Triásico, entre los 252 y 201Ma, que podrían describirse como una transición entre las coníferas ancestrales y las modernas, y (iii) el establecimiento a partir de hace 201Ma, con el inicio del Jurásico, de las familias que llegaron hasta la actualidad y dominaron numerosos ecosistemas boscosos hasta hace unos 145Ma, en que se inició el Cretácico. Luego se produjo una paulatina retracción de las coníferas, desplazadas por las exitosas angiospermas, algo que, en realidad, no representa una etapa evolutiva sino un retroceso de su dominancia.

La familia Cheirolepidiaceae es una excepción en este esquema: fue un componente prevaleciente de los bosques mesozoicos de todo el mundo, desde el Triásico hasta el Cretácico, entre hace unos 252 y 66Ma. Pero a diferencia de las otras familias dominantes que llegaron hasta la actualidad, esta se extinguió poco después de la segunda de esas fechas, que marca el límite Cretácico-Paleoceno, casi al unísono con la desaparición de los grandes dinosaurios.

Una particularidad interesante de la familia Cheirolepidiaceae es su tipo de polen, clasificado en el género Classopollis, que tiene una morfología distintiva.

La presencia de esos granos de polen en un fósil es prueba suficiente de la familia, y el conocimiento de su morfología proporciona valiosa información para establecer la distribución temporal y geográfica de la familia con una precisión imposible de alcanzar solo con fósiles macroscópicos.

Se acepta por lo general que el éxito de la familia Cheirolepidiaceae durante el Mesozoico se debe, por lo menos en parte, a la diversidad de sus especies, entre las cuales se incluyen desde árboles de gran porte hasta pequeños arbustos, con alguna especie adecuada para las condiciones de cada ecosistema. Incluso se ha mencionado que fueron plantas particularmente exitosas en ambientes perturbados, posiblemente debido a su rápida adaptabilidad. Considerando estas características, ¿por qué se extinguió la familia? ¿Cuándo sucedió?. La Patagonia podría ser una región clave para encontrar respuesta a esas preguntas, que tratan hoy de responder numerosos paleobotánicos.

Las investigaciones comentadas, que revelaron la índole del tejido inicialmente considerado un ala, orientaron mejor la búsqueda de conos petrificados de Cheirolepidiaceae y ayudaron a que se diera con dos nuevas especies, Pararaucaria carrii y Pararaucaria collinsonae, encontradas respectivamente en Oregón y en el sur de Inglaterra. Así, este enigmático género del que por cien años se conoció solo una especie confinada a los bosques petrificados de Santa Cruz, se considera ahora un importante miembro de los ecosistemas jurásicos de ambos hemisferios.

Tanto en los fósiles de la Patagonia, como en aquellos de los Estados Unidos, Pararaucaria aparece en asociación con Araucaria, lo que proporciona indicios sobre la ecología y distribución de los colosales bosques jurásicos. Las investigaciones patagónicas también brindaron algún conocimiento sobre la extinción de la familia, la que parecía haber ocurrido en muchas regiones del globo hacia mediados y finales del período cretácico.

Sin embargo, los fósiles de la Patagonia relatarían una historia algo diferente. Los estudios de palinología indicarían que la presencia de Classopollis (y por lo tanto de Cheirolepidiaceae) se prolongó allí hasta entrado el Paleoceno, cuando pudo tener una importante participación en los ecosistemas posteriores a la gran extinción del Cretácico-Paleoceno, una presencia coherente con la señalada plasticidad ecológica que habría permitido a las plantas sobrevivir en condiciones extremas.

De todos modos, aún queda mucho por saber. Las respuestas encontradas abren nuevos interrogantes sobre la biología y la evolución de este grupo extinguido de plantas. No tenemos noticias de restos macroscópicos de Cheirolepidiaceae posteriores al Cretácico, e ignoramos cuándo fue exactamente la extinción definitiva de la familia en la Patagonia. Sin embargo, ahora sabemos mucho más que hace unos años, y seguramente conoceremos más aún dentro de un tiempo, cuando se hayan encontrado más restos fósiles escondidos en las rocas de la Patagonia y del mundo.

Lecturas Sugeridas

ESCAPA IH et al., 2012, ‘Seed cone anatomy of Cheirolepidiaceae (Coniferales): Reinterpreting Pararaucaria patagonica Wieland’, American Journal of Botany, 99, 6:1058-68.

ESCAPA IH et al., 2013, ‘Pararaucaria delfueyoi sp. nov. from the Late Jurassic Cañadón Calcáreo Formation, Chubut, Argentina: Insights into the evolution of the Cheirolepidiaceae’, International Journal of Plant Sciences, 174, 3.

STEART DC et al., 2014, ‘X-ray synchrotron microtomography of a silicified Jurassic Cheirolepidiaceae (Conifer) cone: Histology and morphology of Pararaucaria collinsonae sp. nov.’, doi 10.7717/peerj.624, accesible en https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC4217189/pdf/peerj-02-624.pdf.

STOCKEY RA, 1977, ‘Reproductive biology of the Cerro Cuadrado (Jurassic) fossil conifers: Pararaucaria patagonica’, American Journal of Botany, 64, 6: 733-744.

STOCKEY RA & ROTHWELL GW, 2013, ‘Pararaucaria carrii sp. nov., anatomically preserved evidence for the conifer family Cheirolepidiaceae in the Northern Hemisphere’, International Journal of Plant Sciences, 174, 3: 445-457.


La evolución temprana de las asteráceas.

Luis Palazzesi, Investigador independiente del Conicet en el MACN., y Viviana D Barreda, Jefa de área de paleontología del MACN. Publicado originalmente en Volumen 26. Número 154. Revista Ciencia Hoy. Abril 2017.  Adaptado para este Sitio.  vbarreda@macn.gov.ar

Dos recientes descubrimientos, uno realizado en las cercanías de Bariloche y otro en la Antártida, ayudan a comprender el origen evolutivo del girasol, entre otras plantas.

El nombre que aparece en el título y que designa un grupo de plantas no resultará familiar a muchos lectores de Ciencia Hoy, los que sin embargo reconocerán a muchas de las especies que los botánicos clasifican en esa gran categoría, por ejemplo, el girasol, que es nativo del continente americano y pertenece al género Helianthus. El género incluye unas 70 especies silvestres, una de las cuales (H. annuus) fue domesticada en México hace más de 4000 años y podemos ver cultivada en las pampas argentinas, además de comprar en el supermercado el aceite comestible que se obtiene de sus semillas. Las asteráceas –también llamadas compuestas– son técnicamente una familia de angiospermas o plantas con flores, que también incluye especies ornamentales como las margaritas o los crisantemos, y comestibles como la lechuga, la radicheta o los alcauciles.

Las asteráceas forman uno de los grupos vegetales más diversos y ampliamente distribuidos en el mundo. Los taxónomos dividen la familia en 13 subfamilias, más de 1600 géneros y arriba de 23.500 especies, que están presentes en todos los continentes menos la Antártida y son especialmente abundantes en regiones tropicales y subtropicales. Si bien la mayoría de las asteráceas son hierbas, también hay entre ellas arbustos, como el quilembay (Chuquiraga avellanedae), propio de la estepa patagónica, hasta árboles de gran porte, como el palo santo (Dasyphyllum diacanthoides), endémico de los bosques patagónicos chilenos y argentinos, para solo citar algunas especies sudamericanas.

Numerosas asteráceas, entre ellas el girasol, tienen flores muy llamativas, que no son, en realidad, una flor individual sino un grupo o conjunto de ellas con la apariencia de una flor única. Por esta razón se habla técnicamente de inflorescencias más que de flores. Debido a su apariencia de ser una flor simple, las inflorescencias actúan como unidad de atracción de los polinizadores, una característica que los científicos consideran determinante del éxito evolutivo de la familia, pues son estructuras que permiten una muy eficiente polinización, ya que una abeja o un picaflor polinizan muchas flores con una sola visita.

Los estudios moleculares de ADN permitieron realizar un avance significativo en la clasificación de las asteráceas. Esos estudios demostraron que, con una excepción, los diferentes géneros tienen marcadas diferencias en la constitución del genoma de sus cloroplastos, los componentes de sus células responsables, entre otras cosas, de la fotosíntesis. La excepción son 94 especies (principalmente andinas) que pertenecen a nueve géneros sudamericanos agrupados en una subfamilia llamada Barnadesioideae. Entre los integrantes de esta no se advierten dichas diferencias, de donde se ha inferido que la subfamilia forma el tronco que está en la base del árbol genealógico de la familia. O, en palabras más técnicas, las barnadesioideas serían el linaje más basal en el árbol filogenético de las asteráceas.

Siempre existieron grandes interrogantes acerca del momento y el lugar de origen de las asteráceas, en gran parte debido a su escasa presencia en el registro fósil. Las hipótesis más aceptadas postulaban que se habrían originado en algún lugar de Sudamérica en el período paleógeno de la era cenozoica, es decir, entre hace 66 y 23Ma. Uno de los argumentos en favor de tal hipótesis es, justamente, dicha ancestralidad genealógica de las barnadesioideas, que son sudamericanas. Pero hasta no hace mucho no se había encontrado evidencia fósil que confirmara la hipótesis.

En el verano de 2002 Rodolfo Corsolini, un paleontólogo aficionado de Bariloche, encontró a unos 60km de esa localidad, cerca del río Pichileufu, lo que le pareció una flor fósil en rocas de alrededor de hace 50Ma. La depositó en el Museo del Lago Gutiérrez, una institución privada que él preside, en las cercanías de Bariloche. Casi seis años después, y por una fotografía que llegó a manos de uno de los autores de esta nota, iniciamos su estudio, que incluyó corroborar la procedencia del ejemplar y traerlo momentáneamente al MACN.

Pudimos determinar que se trataba de una inflorescencia de la familia de las asteráceas y la llamamos Raiguenrayun cura (flor de piedra en tehuelche). También encontramos granos de polen asociados con ella (que asignamos a la especie Mutisiapollis telleriae), y además muchos otros restos vegetales. Esto señala al yacimiento del río Pichileufu como uno de los más ricos del mundo en materia de paleofloras, con restos de una comunidad vegetal integrada por árboles, lianas, helechos y plantas acuáticas que habría prosperado en un clima cálido y húmedo.

Ni la nombrada inflorescencia ni el polen pueden asignarse de manera precisa a algna especie actual de asteráceas, pero muestran un mosaico de caracteres morfológicos hoy presentes en algunos linajes de otras dos grandes subfamilias de ellas, llamadas Mutisioideae (mayormente restringida a Sudamérica) y Carduoideae (principalmente distribuida en África). En el pasado geológico, las masas terrestres que hoy llamamos Sudamérica y África formaron parte del supercontinente Gondwana, lo que permitió un importante intercambio de flora y fauna entre ambas, que en lo esencial se interrumpió con la apertura y el posterior ensanchamiento del océano Atlántico hace unos 90 millones de años.

En la actualidad la mayoría de las asteráceas son polinizadas por insectos, en especial abejas. Sin embargo, hay evidencias de polinización por pájaros en algunos linajes basales. Así, se ha constatado que los picaflores polinizan algunas barnadesioideas y mutisioideas, y que los pájaros sol (que viven entre África y Australasia) hacen lo propio con algunas carduoideas. Pero los rasgos más importantes de las flores usualmente asociados con la polinización por aves, como color, néctar y aromas, no se preservan en el registro fósil, por lo que no es posible establecer si Raiguenrayun cura fue polinizada por aves.

De cualquier forma, sus parientes actuales más cercanos son hoy polinizados por picaflores en Sudamérica y por pájaros sol en África, al tiempo que el mencionado fósil presenta corolas elongadas y grandes inflorescencias, rasgos apropiados para tal polinización, lo cual permite inferir que ella pudo haber acontecido en las inflorescencias fósiles de la Patagonia que estamos comentando. Otro gran interrogante que el fósil podría ayudar a responder es la antigüedad de las asteráceas.

Hay que considerar que el hallazgo del fósil más antiguo de un linaje usualmente no significa que este se haya originado en los tiempos del que datan las rocas en que se encontró el fósil. Con más probabilidad ello marcaría el comienzo de la expansión o radiación de dicho linaje, ya que el potencial de preservación de los fósiles es relativamente bajo, en especial el de inflorescencias como la comentada.

Por otro lado, los fósiles hallados (Raiguenrayun cura y Mutisiapollis telleriae) no muestran rasgos afines con el linaje más basal del árbol de la familia, el de las barnadesioideas. Esto lleva a suponer que la evolución temprana de las asteráceas debió haber ocurrido mucho antes del momento en que se formaron las rocas en las que se encontró el fósil, quizá en el Paleoceno o incluso en el Cretácico. No teníamos hasta hace poco evidencia empírica para ir más allá de esta afirmación, pero eso cambió con un hallazgo de granos de polen fosilizados en rocas del Cretácico tardío en las islas James Ross y Vega, en la Antártida, hecho por Eduardo B Olivero. Los granos fueron estudiados en laboratorio por un equipo de investigadores que incluyó a los autores de este artículo. Dicho hallazgo rectificó nuestra comprensión de la evolución temprana de las asteráceas.

El estudio morfológico detallado de esos granos fósiles de polen reveló que eran semejantes a los de plantas vivientes del género Dasyphyllum, integrante de la subfamilia de las barnadesioideas, que incluye unas cuarenta especies sudamericanas. Dicha evidencia permite postular que el ancestro de todas las asteráceas se habría originado en el Cretácico tardío, hace unos 86 millones de años, y vivido en la Antártida, llamativamente en el único continente donde hoy las asteráceas no pueden sobrevivir.

Las barnadesioideas son plantas adaptadas a resistir condiciones de estrés ambiental, una resistencia que probablemente haya tenido un cometido fundamental en la evolución temprana de las asteráceas. Hoy las plantas de dicha subfamilia se encuentran en regiones sudamericanas con condiciones climáticas extremas, como las de la estepa patagónica, en la que soplan vientos intensos, impera la sequía y se registran bajas temperaturas.

Dado el parentesco del polen fósil con la mencionada subfamilia, podemos inferir que también el ancestro antártico de las asteráceas habría tolerado condiciones estresantes. Ese ancestro habría ocupado una amplia área geográfica en Gondwana durante el Cretácico tardío y coexistido con los últimos dinosaurios.

Los linajes más recientes de la familia se habrían diferenciado del mencionado ancestro en tiempos próximos a un pronunciado aumento de la temperatura ocurrido hace estimativamente entre 59 y 52Ma, cuando acaeció un gran incremento en la diversidad de las plantas con flores y de los insectos herbívoros. Los estudios permitieron demostrar que la mayor parte de la diversidad de las asteráceas es el resultado de una radiación que tuvo lugar varios millones de años después de su momento de origen.

El registro fósil del Cretácico está todavía pobremente explorado en la Antártida. Gran parte de la evidencia sobre la evolución temprana de las asteráceas y de otros grupos probablemente permanece sepultada bajo la capa de hielo. De todas maneras, a partir de los recientes hallazgos podemos estimar que las tierras hoy ubicadas en las más altas latitudes del hemisferio sur, es decir, la Patagonia, Nueva Zelanda, Australia y la Antártida, fueron testigos del surgimiento y la evolución temprana de esa familia vegetal, la más diversa del planeta de plantas con flores.

Lecturas Sugeridas

BARREDA VD et al., 2012, ‘An extinct Eocene taxon of the daisy family (Asteraceae): Evolutionary, ecological and biogeographical implications’, Annals of Botany, 109, 1: 127-134, doi: 10.1093/aob/mcr240.

BARREDA VD et al., 2015, ‘Early evolution of the angiosperm clade Asteraceae in the Cretaceous of Antarctica’, Proceedings of the National Academy of Sciences, 112, 35: 10989-10994, doi: 10.1073/pnas.1423653112.

FUNK VA et al. (eds.), 2009, Systematics, Evolution and Biogeography of Compositae, International Association for Plant Taxonomy, Viena.

KATINAS L et al., 2007, ‘Panorama de la familia Asteraceae (= Compositae) en la República Argentina’, Boletín de la Sociedad Argentina de Botánica, 42, 1-2: 113-129.


 Primeros pasos de la vida fuera del agua.

Por Claudia V Rubinstein. Doctora en ciencias geológicas, UBA.. Investigadora principal del Conicet en el IANIGLA. crubinstein@mendoza-conicet.gob.ar. Publicado originalmente en Volumen 26. Número 154. Revista Ciencia Hoy. Abril 2017.  Adaptado para este Sitio. 

Cuándo y cómo las plantas colonizaron los continentes.

La aparición de plantas terrestres es uno de los hechos más significativos en la historia de nuestro planeta. No solo fue un hito fundamental en la evolución de la vida: marcó además el inicio de decisivos cambios ecológicos, pues favoreció la formación de suelos, modificó profundamente el ciclo del carbono y alteró la composición de la atmósfera, con la consecuente transformación irreversible del clima global. Estos cambios permitieron que la evolución produjera otros organismos más complejos, que irían ocupando todos los continentes.

Las primitivas plantas que se afincaron fuera del agua probablemente descendieron de un grupo de algas multicelulares verdes que habitaban aguas dulces y que habrían migrado a ambientes terrestres, en los cuales sobrevivieron y proliferaron. No se han encontrado restos fósiles de ellas ya que, sin tallo ni raíces o partes leñosas, habrían sido demasiado frágiles para soportar los procesos de fosilización. Podemos suponer, sin embargo, que habrían sido similares a las pequeñas y simples hepáticas actuales.

El camino que permitió adquirir conocimiento sobre estas primeras plantas es el estudio de restos de organismos microscópicos contenidos en las rocas, del que se ocupa la palinología, una disciplina que hizo grandes avances desde mediados del siglo XX. Entre esos restos están las esporas y los granos de polen (denominados genéricamente palinomorfos) producidos en grandes cantidades por todas las plantas terrestres como parte de su función reproductiva.

Esporas y granos de polen tienen una pared gruesa que, durante su dispersión por el viento o por corrientes de agua, los protege de la radiación ultravioleta y de la desecación. Cuando terminan incorporados a los sedimentos inorgánicos, esa pared soporta el proceso de fosilización, por el que pueden permanecer inalterados por millones de años.

Así, cuando las plantas migraron del medio acuático al terrestre, los palinomorfos fueron capaces de sobrevivir al cambio de las condiciones ambientales, y sus características les permitieron resultar preservados como fósiles en mayor número y en más tipos de rocas que las plantas que los habían producido.

Por ello, aunque no tengamos fósiles de las primeras plantas que colonizaron la Tierra, podemos reconstruir, mediante sus esporas, cómo fueron ocupando los continentes. Esas primeras plantas descendientes de algas verdes y establecidas en tierra firme se llaman embriofitas, y son los ancestros de todas las plantas terrestres pasadas y actuales. Las esporas de las primeras embriofitas se conocen por criptoesporas y constituyen la evidencia concreta de que disponemos sobre el inicio del proceso de colonización de los continentes por plantas, también llamado de terrestralización de las plantas.

Las criptoesporas más antiguas conocidas tienen una edad aproximada de 470Ma y los restos de plantas terrestres más antiguos alcanzan una edad de unos 425Ma, es decir, pertenecen al período ordovícico del Paleozoico. Por lo tanto, el estado actual del conocimiento nos lleva a inferir que en sus primeros 45Ma de existencia las plantas terrestres no tuvieron características que les hubiesen permitido llegar hasta nosotros como fósiles.

El hallazgo de fósiles de esporas mucho más antiguos que los fósiles de plantas, que además presentan algunas formas inusuales en esporas más modernas, hizo conjeturar a los científicos si podrían ser esporas de plantas terrestres que no conocíamos, tema aún abierto a discusión.

Algunas de las evidencias más importantes de que las criptoesporas muestran afinidad biológica o parentesco con las plantas terrestres que conocemos son las siguientes:

Las criptoesporas son similares a las esporas de las plantas terrestres conocidas tanto por su tamaño como por poseer una pared gruesa y resistente. Pero se diferencian de ellas por estar frecuentemente envueltas en una fina membrana y por aparecer tanto en forma individual como en unidades de dos y cuatro individuos (llamadas respectivamente mónadas, díadas y tétradas).

Como ocurre con las esporas y el polen de plantas actuales, las criptoesporas se encuentran principalmente en rocas sedimentarias de origen terrestre que corresponden a los ambientes donde vivieron las plantas que las generaron. Pueden hallarse en rocas sedimentarias de origen marino por haber sido transportadas hacia el mar y haberse depositado en zonas cercanas a la costa.

Algunas criptoesporas de más de 400Ma, como las tétradas envueltas en una membrana, son similares a las esporas de ciertas hepáticas actuales. La composición química de la pared de las criptoesporas es similar a la de las esporas de plantas terrestres que conocemos.

Hasta hace unos años, las criptoesporas más antiguas que se conocían habían sido halladas en territorios actuales de la República Checa y del reino de Arabia Saudita respectivamente por Milada Vavrdová, del Instituto de Geología de la Academia Checa de Ciencias, y Paul K Strother, de Boston College. Se estimó su edad en unos 460Ma. Ambos territorios eran entonces parte del supercontinente Gondwana o de zonas terrestres a su alrededor llamadas perigondwánicas.

Hace unos diez años, la autora y su grupo de trabajo, en colaboración con investigadores belgas de la Universidad de Lieja, hallaron criptoesporas de unos 470Ma de antigüedad en el área del río Capillas, en la sierra de Zapla de la provincia de Jujuy y a unos 40km en línea recta hacia el este-noreste de la capital provincial, descubrimiento que desplazó en unos 10Ma el supuesto momento del comienzo de la terrestralización de las plantas y cambió la referencia geográfica.

Las criptoesporas a que se refiere el párrafo anterior provienen de rocasedimentarias originadas en un ambiente marino cercano a la costa. Hemos hallado cinco variedades diferentes, mónadas y tétradas, algunas envueltas en una delgada membrana. Miden hasta unos 40 micrómetros, por lo que su reconocimiento y estudio deben hacerse con microscopio. Junto con ellas se hallaron microfósiles de organismos marinos que formaron parte del plancton del antiguo mar. Sobre la edad de este existe extensa investigación, lo cual facilitó la datación indicada de las criptoesporas.

El hecho de que encontráramos cinco variedades de criptoesporas indica que estas tuvieron tiempo para que la evolución las diversificara, indicio de que probablemente las primeras plantas establecidas en tierra firme datan de antes, incluso tal vez de hace más de 500Ma.

En el proceso de terrestralización de las plantas, uno de los hitos más significativos es la evolución de un linaje de embriofitas que recibió el nombre de plantas vasculares o Tracheophyta (traqueofitas). Es el grupo de plantas más complejas del reino vegetal, las cuales se distinguen por tener un tejido conductor que lleva a todo su cuerpo el agua y los minerales que las alimentan. Dicho tejido, por ser rígido, contribuye a sostener las plantas y a permitir que alcancen mayores dimensiones y habiten en una más amplia variedad de ambientes. Varios de los investigadores locales que participamos en el anterior descubrimiento realizamos algún tiempo después un nuevo hallazgo en la Cordillera Oriental de Jujuy, cerca de la localidad de Caspalá, unos 25km al este de Uquía.

En este caso, se encontraron esporas de tipo trilete
–evidencia de que había plantas vasculares– en una roca sedimentaria de origen glacial, por lo cual se las puede relacionar con uno de los eventos climáticos más importantes de la historia de la Tierra: una glaciación que tuvo lugar hace unos 445Ma. El marcado enfriamiento que se produjo dio origen a una de las cinco mayores extinciones masivas de especies acaecidas en el planeta, que afectó a no menos del 60% de los invertebrados marinos. Este es el hallazgo de plantas vasculares más antiguo del continente americano y uno de los más antiguos del mundo.

En ese entonces la vida se encontraba casi exclusivamente circunscripta a los océanos, con la notable excepción de las primeras plantas terrestres, las cuales, notablemente, sobrevivieron a la glaciación y las consecuencias del drástico descenso de temperatura. Cuando los hielos se derritieron, en efecto, se produjo un ascenso del nivel del mar, que cubrió los ambientes terrestres costeros en los que se habían asentado y crecían las plantas. Por ello, las rocas terrestres de tiempos poco posteriores (en términos geológicos) a la glaciación contienen menor número y diversidad de esporas.

Los descubrimientos comentados en este artículo aportan información fundamental al conocimiento de los procesos de terrestralización de las plantas. Con motivo de ellos, en las últimas pocas décadas cambiaron nuestros conceptos y modelos sobre el origen y la radiación adaptativa de las plantas terrestres. Sin duda, hay mucho por investigar y descubrir. El noroeste de la Argentina seguramente esconde información que permitirá hacer nuevos avances en la búsqueda de ese conocimiento.

Lecturas Sugeridas

RUBINSTEIN CV et al., 2010, ‘Early Middle Ordovician evidence for land plants in Argentina (eastern Gondwana)’, New Phytologist, 188: 365-369, accesible en http://onlinelibrary.wiley.com/doi/10.1111/j.1469-8137.2010.03433.x/pdf.

RUBINSTEIN CV et al., 2016, ‘The palynological record across the Ordovician/Silurian boundary in the Cordillera Oriental, Central Andean Basin, northwestern Argentina’, Review of Palaeobotany and Palynology, 224: 14-25.

STROTHER PK et al., 1996, ‘New evidence for land plants from the lower Middle Ordovician of Saudi Arabia’, Geology, 24: 55-59.

VAVRDOVÁ M, 1990, ‘Early Ordovician acritarchs from the locality Myto near Rokycany (late Arenig, Czechoslovakia)’, Časopis pro mineralogii a geologii, 35, 3: 239-250.

 

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